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La fotografía no sólo es un medio de documentación de las experiencias cotidianas, sino que es también un dispositivo capaz de mediar entre la realidad empírica y sus habitantes, insinuando o produciendo sentidos, y estableciendo gran parte de los modelos representacionales que poseemos. Esta fuerza cultural e ideológica la instala más como una función del discurso que como una “imagen”, y gracias a los vínculos que establece con la realidad puede retener los gestos del mundo y adentrarse en sus momentos imperceptibles, en esos detalles y modos evasivos que constituyen su mayor riqueza.
Esta contextura que excede lo imaginario, y que convierte a la fotografía en discurso y estructura ideológica, esta inscrita en su proceso mismo de producción, en el hecho de que se origina en un encuadre –en una operación de recorte y delimitación, de información y ajuste- desde y en el que un solo momento –o un solo detalle- es capaz de concentrar alusivamente la pluralidad de la que emerge. Por ello, la fotografía –especialmente en su modo moderno- acontece como un discurso acerca de la naturaleza misma del medio que es, y es desde allí que abre su decir y expresión, produciendo un cuerpo imaginario que está siempre a medio camino entre el registro y la in-formación particular de una mirada.
Las fotografías de Marco Aguilar se adscriben a esta tradición moderna en la que el cuerpo imaginario es siempre tanto un ejercicio de penetración en el que lo dado parece esclarecerse y mostrar algunos de sus sentidos ocultos, como un juego reflexivo con las cualidades formales y visuales que constituyen el campo interno del encuadre, aquel en el que la luz talla, graba y cincela un evento de la mirada. Pero se adscriben a esa tradición con la distancia propia de quien la entiende como un tema teórico y hace desde ella (con ella) una exploración que excede lo formal, también lo expresivo, y en la que se dedica a discurrir y deliberar, a tematizar y teorizar, acerca de los lugares en los que esta práctica surge.
I. Entresijos de la mirada
En el proceso fotográfico, el “autor” es mirada y punto de vista, es también encubrimiento y alejamiento, un “ojo” que detrás de un dispositivo técnico le reclama al mundo una presencia a la que nunca enfrenta realmente, con respecto de la que siempre se instala una discrepancia, un trecho. Para Marco Aguilar esa divergencia entre la presencia y la mirada se expone en términos de idealización formal –punto de fuga y perspectiva- para ejecutarse como una teoría imaginaria del ver, por ello, sus fotografías parecen tratados de óptica en los que, a la más pura manera renacentista, una línea se inscribe como alejamiento y medida del trayecto, cortando la presencia simétricamente y estableciendo un cono imaginario gracias al que la mirada del espectador se construye como reiteración de la mirada de un ojo-encuadre que ha encontrado (o in-formado) al otro lado del dispositivo un paisaje que lo re-presenta. Las fotografías se convierten, entonces, como una reflexión en torno a las convenciones del ver (y del fotografiar): la línea media se hace entresijo (pliegue, hendidura), disponiendo la forma hacía su huida o destinándola para un encuentro en la que es el ojo-encuadre el que huye, haciéndose de la longitud del mundo. Al interior de la tradición fotográfica moderna, Marco Aguilar establece una relación con el ver y lo visible en la que es el encuadre, y no la disposición formal de lo encuadrado, la que produce el discurso de la imagen, y lo hace anunciando –desde el entresijo- que lo que permiten ver más allá del ver, o simplemente ver más, es la finitud o la parcialidad de la visión.
II. Residuos de lo urbano
Entre la fotografía y lo urbano hay un vínculo epocal ineludible: para la modernidad la urbe es su escena (vidrio y acero, estructuras metálicas y sitios funcionalmente definidos), la fotografía su dispositivo (mecánica de la visión, lengua y discurso de lo inimaginable), y el mundo y su experiencia acontecen en el entresijo, no de la mirada, sino del desplazamiento (el quiebre) que media entre el fenómeno y su registro, que es lo que se realiza en el cuerpo imaginario de la imagen fotográfica. Esta condición urbana se expresa plenamente en retículas y figuraciones geométricas, elementos propios de la imagen que parecieran haber abandonado el lugar de las idealizaciones para hacerse mundo y estancia habitable, y que la fotografía asume como tácticas propias de su discurso.
Marco Aguilar asume ese discurso entre la urbe, sin embargo, en sus fotografías la pesquisa de lo urbano se da en un modo distinto al de las construcciones y definiciones, se da como aquello que está antes o después de las edificaciones, que evade los usos y funciones, se da en sus materiales o desechos, en sus sombras y rastros, en detalles o fragmentos. Es la ciudad del caminante, nunca la de las identidades o representaciones, una urbe retenida en residuos y remanentes que se emplaza visualmente en la cercanía, y que sirve para elaborar, por parte de Aguilar, un pequeño –y marginal- tratado acerca de la forma fotográfica –el medio y sus atributos esenciales- en el que el encuadre determina una lectura externa a sus propios cánones, una lectura urbana, a la vez, productiva y política.
III. Lugares Imposibles
Algunas fotografías de Marco Aguilar se caracterizan por su austeridad, su precisión y el dibujo que los juegos de luz y sombra trazan, en ellas el encuadre fracciona las edificaciones, diluyendo su concreción física y transformándolas en una suerte de objetos gráficos. Son unas heterotopías de la mirada en las que los espacios ordinarios aparecen como lugares distintos –divergentes- que, sin dejar de poseer un índice de realidad, se anuncian configurados de un modo que es exclusivamente para el ver, que sólo puede ser mirado. Espacios hechos imágenes que operan enunciando, o atestiguando, una dimensión de la realidad que es puramente imaginal.
En estas fotografías se utiliza la luz, y sus juegos estructurales, para elaborar un discurso acerca de la semántica de los lugares: esa membrana de sentido que recubre -y destruye- la neutralidad del espacio. Intensificando y dramatizando los juegos geométricos y rítmicos que se dan en las sombras, en las incidencias lumínicas, entre los volúmenes y texturas, Marco Aguilar logra poner en ejercicio un diálogo alusivo entre la escena y su luminosidad, un debate en el que situaciones inaccesibles e impenetrables se despliegan. Así se convierten en vistas que obligan a una lectura que deambula por las superficies, entre recuadros y líneas que se cruzan o en la infinitud que producen las sombras.
IIII. Descampado
Hay fotografías en las que las cosas y lugares son vestigios que, junto con su presencia, nos entregan su gozo y su gasto, convirtiéndose en narraciones que, fuera del tiempo y sin lugar, dicen acerca de lo que les ha acontecido, de su emplazamientos y circunstancias, de personajes ausentes y tiempos acaecidos. Se transforman, entonces, en alegorías de su estancia en el mundo, en su propio testimonio. Marco Aguilar se apropian de estos vestigios, de estas presencias problemáticas que dan cuenta de un momento otro que ha sido acosado, arrinconado y vencido por el paso del tiempo; restos tangibles que parecieran irrumpir en la cotidianidad, asaltar el presente, y como fantasmas, desafiar con su extrañeza, con su exterioridad. Aguilar recupera estos vestigios con una mirada que si bien no desestima su condición irreparable se hace cómplice de su vitalidad: de su capacidad para provocar historias y detonar la memoria, de su potencialidad relacional, de las marcas que traen del trato directo, del intercambio y la reciprocidad.
Fotografías del descampado, que logran que lo exterior asalte y haga presente su momento nunca dicho: aquella parte inédita, aquel ocultamiento, en la que la ruina adquiere una condición sagrada que relata la caducidad de las empresas humanas y obliga a desconfiar de ellas, pero que a la vez disipa el recelo porque las propone como proyectos inacabados, aun grandiosos, que claman por su realización en otro tiempo.
Sandra Pinardi
Abril 2013
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