Abandonó la vida el 19 de enero de 1981, tirándose de la ventana de su loft en el East Village neoyorquino para convertirse en una artista de culto. Francesca Woodman hizo su primera exposición cuando tenía dieciocho años, en 1976. La muerte tan temprana la dejó congelada en un tiempo más alejado de nosotros por la tecnología que por la cronología, porque el principio de los años ochenta es esa época borrosa en la que no existía nada de lo que ahora damos por supuesto, en el que las fotos se revelaban químicamente y las cámaras llevaban película, cuando las cartas se escribían sobre papel y se mandaban por correo y los teléfonos solo servían para hablar y estaban anclados a una pared con un cable. Francesca Woodman aparece y desaparece en sus fotografías casi con la misma fugacidad con que apareció y desapareció en su propia vida, tan breve que ya es un espejismo, más aún por todo lo que ha cambiado el mundo desde su desaparición definitiva
Si bien sus imágenes revelan una fascinación estética por la muerte y la decadencia, materializada en casas decrépitas, flores secas y paredes desconchadas, sus imágenes no sólo se mantienen ajenas a la desesperación que precede un suicidio, sino que rezuman vitalidad, energía, poder y ansia de experimentación. Hija de una reconocida ceramista y un fotógrafo, Woodman se formó en una de las mejores escuelas de arte de América y creció rodeada de intelectuales, entre su Colorado natal, Nueva York, Roma y la campiña toscana.
Casi nunca enseña el rostro y experimenta con su cuerpo desnudo. A veces se mira con los ojos de una mujer y otras con el deseo de un hombre, pero nunca soporta estar fuera del encuadre, incluso en la célebre serie Charlie the model, considerada su obra maestra, no puede abstenerse de alcanzar el modelo delante del objetivo, dejando la cámara a una amiga.
Woodman tiene sólo 18 años, cuando pide al grueso Charlie posar de forma exhibicionista y se apropia del cuerpo masculino, poniéndose en escena desnuda, como una domadora con un oso doméstico: son sus fotos más subversivas y las que confirman su lejanía del feminismo ortodoxo y militante que se le quiso atribuir.
Sus padres tardaron años en trabajar el dolor y fue sólo en 1986 que organizaron la primera exposición. Sólo exhibieron las imágenes que la propia Francesca había revelado y elegido, pero tras ver el interés que despertaban, accedieron a positivar nuevas piezas, aunque con cuentagotas.
Francesca Woodman, tan joven, hacía fotos de sí misma que parecían a veces de una época mucho más antigua, imágenes victorianas de mujeres medio diluidas en sombras o de fantasmas de mujeres convocados tramposamente por alguna médium con pretensiones de rigor fotográfico. Y los lugares en los que prefería retratarse eran habitaciones vacías en casas abandonadas en las que podría haber aparecido y desaparecido uno de los fantasmas esquivos de los cuentos de Henry James.
Francesca Woodman tenía los rasgos delicados y la melena larga y lisa de una heroína de pintura prerrafaelita, pero su talento era demasiado grande como para dejarla caer en la tentación del pastiche. En el descaro de retratar tantas veces su propio cuerpo desnudo había más de solitaria introspección que de narcisismo. Aparecía y desaparecía, se mostraba y se ocultaba. En algunas fotos se tarda en saber dónde está, qué hace. Se ve un armario con diversos estantes en los que hay animales disecados y en uno de los huecos se esconde, a medias, una figura encogida, ella misma, la cabeza asomando por una puerta de cristal entreabierta, la melena derramada sobre la tarima del suelo. Los espacios en los que se fotografía son ya lugares de ausencias, casas que fueron habitadas tal vez durante generaciones y en las que desde hace mucho tiempo no vive nadie, salones con chimeneas en las que no se enciende el fuego, con paredes que se han ido desconchando y techos en los que se ha filtrado la humedad, con alacenas vacías en las que solo habrá olor a rancio y tal vez a excrementos de ratones, con espejos escarchados en los que se reflejó gente olvidada.
En esos lugares del pasado instalaba su cámara Francesca Woodman, que no tenía más de veinte años, y que en la escuela de artes a la que asistió en Providence aprendió también a manejar la tecnología más moderna de entonces, el vídeo, el vídeo en blanco y negro. Se la ve entrar en una habitación despojada en la que solo hay una silla y junto a ella una jarra de latón. Se quita el vestido delante de la cámara inmóvil, se quita las zapatillas, los calcetines altos. Se queda desnuda y se pone en pie. Se echa por la cabeza el líquido blanco que hay en la jarra. Se tiende en el suelo. Se recuesta de lado, sobre las tablas desnudas. Se levanta luego y en el suelo queda el contorno vago de su cuerpo, casi como esas sombras de muertos que quedaban en los suelos y en las paredes de las casas de Hiroshima, o como el contorno de un cadáver que dibujan los forenses en la escena de un crimen.
El vídeo es muy rudimentario, la cámara fija, el sonido rasposo. Pero su misma tosquedad le da un poder de sugestión del que suelen carecer ese tipo de simulacros. No es una artista haciendo cosas de artista, sino una mujer sola en una casa desierta, una mujer muy joven, frágil en su desnudez y también firme y decidida, apareciendo y desapareciendo, despojándose de la ropa y quedándose inerme delante de una cámara, ofreciéndose a ella pero también eludiéndola. Las fotos de Francesca Woodman entreabren un espacio de misterio y silencio que alude a la médula misma de ese arte tan raro al que ella eligió dedicarse. Visto y no visto. Aparición y desaparición. Lo que revela como ningún otro medio la fotografía es nuestra condición de fantasmas.
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