Lee Miller: de top model a reportera de guerra (I). Por E.J. Rodríguez

Autorretrato

Dormí muy bien en la cama que había pertenecido a Hitler. Incluso me quité el polvo del campo de concentración de Dachau en su bañera. (Lee Miller)

Era estadounidense, aunque quizá deberíamos decir que fue una mujer del Renacimiento. Y además fue una de las mujeres más guapas del siglo XX, pero decir eso es no como no decir nada. Vivió varias vidas en una. Solamente ella sabría decir en cuál de esas vidas fue feliz, si es que lo fue en alguna. A los siete años se escapó de casa para ver cómo funcionaba un tren. A los ocho años sufrió una violación. A los 17 vivió un improcedente romance de película en París. A los 18 quería suicidarse. A los 19 fue portada de Vogue. A los 20 era una de las modelos más cotizadas del mundo. A los 22 fue la primera mujer que apareció en un anuncio de compresas. A los 24 era la musa de Man Ray y Jean Cocteau y se codeaba con Pablo Picasso. A los 25 era una respetada fotógrafa de la vanguardia parisina. A los 26 era una de las más exitosas retratistas de Nueva York. A los 27 se retiró y se fue a vivir a Egipto. A los 30 era una de las pocas mujeres que tomaba el sol en topless. A los 35 se convirtió en corresponsal oficial de guerra. A los37 fotografió a las víctimas de los campos de exterminio nazis. A los 38 llegó con las tropas aliadas a Berlín y durmió en los antiguos aposentos de Adolf Hitler. A los 39 se convirtió en alcohólica. A los 40 fue madre. A los 46 se retiró por completo y para siempre de la fotografía, del periodismo y del arte. A los 70 años de edad, murió. Fue musa, testigo e influencia de toda una época.

Cuando piensas que provenía del mundo del arte, que había sido una de las hermosas modelos de los desnudos de Man Ray y que terminó metida en el horrible ámbito de la muerte y la destrucción, la transición fue extraordinaria. Pasó de ser idolatrada, amada y convertida en un icono de la belleza, a desdeñar la posibilidad de llevar una existencia creativa e indulgente para irse a vivir a una trinchera, ponerse un casco y alimentarse de comida enlatada, con el miedo a morir en cualquier momento… eso muestra verdadera credibilidad y valor. Fue a los campos de exterminio: si un tipo duro —como yo creía serlo— hubiese visitado semejante lugar, eso bien podría haber arruinado mi vida por completo. (Don McCullin, fotógrafo de guerra en Vietnam).

Prefiero tomar una foto que ser fotografiada. (Lee Miller)

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Lee Miller a los 23 años, época en que abandonó su carrera como “top-model”.

Principios de 1927, Nueva York. En una atestada calle de Manhattan una chica camina tranquilamente por la acera. Tiene 19 años; es una adolescente completamente anónima como tantas otras de la gran ciudad. Pero algo la distingue: es extraordinariamente bella. Alta, espigada, media melena rubia, ojos claros como el cielo, una nariz ancha y felina, un óvalo facial perfecto. Se diría una estrella de Hollywood. Pero no; como tantas otras veces en su vida, su aspecto engaña y no es lo que parece ser.

Un automóvil se detiene junto a ella: por la ventanilla se asoma un hombre de unos cincuenta y tantos años que la detiene para hacerle una pregunta: “¿te interesaría trabajar como modelo?”. Ella lo mira de frente y él entiende definitivamente que tiene entre manos un diamante en bruto. El hombre es Condé Nast, editor deVanity Fair, New Yorker y fundador de la revista Vogue. Ella es Elizabeth Lee Miller, una jovencita de las afueras que está buscando la oportunidad de llevar una vida excitante. Durante los dos años que siguieron a ese encuentro fortuito en Manhattan, los estadounidenses verán a menudo el rostro de esa chica en revistas, en anuncios, en carteles. Está ahí, en principio, solamente gracias a su belleza. Pero no es por su belleza por lo que pasará a la historia. El aspecto de Elizabeth es lo que el mundo ve de ella, pero en realidad ella es otra cosa. Es una persona herida; el público no puede captarlo en sus retratos, pero la penetrante mirada de Elizabeth Miller oculta dolor y un pasado traumático. También es un talento creativo de primer orden y se convertirá en una de las pioneras de la vanguardia artística de la primera mitad del siglo. Por si fuera poco, terminará cubriendo los horrores de la Segunda Guerra Mundial desde el mismísimo frente de combate. Todo eso será en el futuro la chica a la queVogue acaba de fichar en plena calle.

Hoy la recordamos, sobre todo, como fotógrafa. El interés de Elizabeth por la fotografía surgió precisamente durante su corta y exitosa etapa como modelo, pero no fue una vocación surgida de la casualidad. De hecho, el arte, la técnica y la artesanía se confundían en su familia desde generaciones atrás: todos los Miller parecían tener algo que hacer, ya fuese como artesanos o como artistas, y la afición por tareas manuales y cuestiones tecnológicas estaba profundamente arraigada entre ellos. Su abuelo, por ejemplo, se había convertido en una pequeña leyenda de la albañilería al colocar con sus propias manos nada menos que 7000 ladrillos diarios durante las obras de construcción del Antioch College, un centro educativo orientado a la enseñanza de las artes liberales. Su tío era el editor de American machinist, una importante revista especializada en mecánica. Su propio padre, Theodore Miller, era un licenciado en ingeniería mecánica que había desempeñado trabajos de todo tipo en el sector industrial antes de montar su propio negocio y establecerse entre la burguesía de Poughkeepsie, una pequeña ciudad a las orillas del río Hudson, el mismo que poco después desemboca en la monumental New York. Fue en Poughkeepsie, precisamente, donde nació nuestra protagonista.

Theodore Miller creía ciegamente en el sueño americano: un hombre puede conseguirlo todo mientras posea salud y dos manos con las que trabajar. También era un entusiasta del progreso tecnológico y científico, defensor de la razón por sobre la superstición y el dogma. Theodore era un liberal en el sentido estadounidense del término: su bandera era la libertad moral individual. Cada uno debe hacerse cargo de sus actos y decidir por sí mismo si su conducta es admisible o no, más allá de lo que dicten los prejuicios sociales o religiosos. Así que, aunque se consideraba un hombre espiritual —de hecho solía tomar consejo personal de un pastor cristiano— educó a sus hijos sin intentar contagiarles dogmas preestablecidos. Por ejemplo, les explicaba que cuando uno analiza bien el asunto, el ateísmo resultaba más razonable que la creencia en Dios. No era estrictamente antirreligioso aunque sí criticaba las grandes religiones organizadas, a las que veía como fábricas de fanáticos que aceptaban sin rechistar prejuicios absurdos y que casi invariablemente se oponían al avance en el conocimiento científico y al progreso de las costumbres. Para Theodore Miller la moral era el resultado de la responsabilidad individual para con los demás, y no el resultado de un rígido sistema de valores aprendido de memoria en un libro sagrado: “Podéis hacer lo que os apetezca” —les decía a sus hijos— “siempre que no hagáis daño a nadie con ello”.  Ese discurso valía para sus dos hijos varones. También valía para Elizabeth Lee, su hija mediana, la única niña de la familia, y su favorita.

lee junto a su padre, Theodore Miller.

Elizabeth Lee junto a su padre, Theodore Miller.

La naturalidad, pues, constituía parte intrínseca de la crianza en la casa de los Miller. La pequeña Elizabeth podía ser ella misma aunque no se ajustase a los estereotipos de lo que se esperaba en una niña de familia burguesa. O dicho de otro modo: no le gustaban las muñecas. A ella le gustaba lo mismo que a sus dos hermanos varones: los tres pequeños Miller se divertían con los trabajos manuales e imitaban los hobbies de su padre, quien además de ingeniero de profesión se consideraba inventor y pasaba el día construyendo artilugios nuevos. Los tres hermanos disfrutaban enormemente del entorno campestre de la casa, de los animales, de las casitas en los árboles que Theodore construía con pericia. Desde muy pequeña Elizabeth aprendió que su sexo no tenía por qué limitar sus gustos o sus aficiones. Es más, no cupo en sí de regocijo el día en que su padre le cortó el largo cabello dejándoselo como el de un niño. Para disgusto, eso sí, de su madre. Porque Florence Miller quería ver a la pequeña Elizabeth convertida en una princesita de manual (de hecho, la buena mujer había peinado a su primogénito John con bucles más propios de una fémina hasta el momento en que el chiquillo acumuló vocabulario suficiente como para decir “¡basta!”). Pero no había caso: a su hija le gustaban los artilugios técnicos, los aparatos, las tareas manuales y los toscos juegos de varones. Gracias a la amplitud de miras de su padre —hablamos de principios del siglo XX, cuando la palabra “feminismo” ni siquiera se empleaba aún en los Estados Unidos—  Elizabeth no se veía obligada a ejercer como figurita de porcelana, como le sucedía a tantas hijas de otros burgueses de la zona. Como ella misma diría mucho más tarde con su ironía característica:

No soy muy hábil con las manos. Soy buena con un destornillador, puedo desmontar una cámara. Pero, ¿coser un botón? Podría ponerme a gritar.

Una de las cosas que más le gustaban era el tren de juguete de su hermano mayor. Desarrolló una pasional fijación por los trenes y podía pasarse horas mirando cómo el pequeño convoy iba y venía por las diminutas vías. El día en que supo que toda la familia iba a realizar un viaje en un tren de verdad, entró en un estado tal de excitación que desapareció repentinamente de casa sin decir una palabra. ¿A dónde había ido? Completamente desesperados, sus padres la buscaron por todas partes, pero no pudieron hallar ni rastro. Como suele suceder en estos casos, los adultos no buscaron en el lugar más obvio: resultó que, consumida por la curiosidad, Elizabeth se fue caminando sola hasta la estación para poder inspeccionar una locomotora de cerca. Abordó al conductor y comenzó a hacerle toda clase de preguntas sobre el funcionamiento del tren. El empleado del ferrocarril le mostró la cabina de mando, para gran regocijo de la pequeña, pero finalmente comprendió que la niña no estaba acompañada y la devolvió a casa con gran alivio del matrimonio Miller. Así era Elizabeth: una niña inquieta que rompía los estereotipos de la princesita burguesa que parecía ser pero que en realidad no era. Tenía solamente unos siete años pero ya daba buenas muestras de la curiosidad y de ese afán de aventuras que albergaba en su indomable espíritu y que en la edad adulta la llevaría a jugarse la vida en la guerra.

Florence, su madre, era una mujer tradicional y a duras penas entendía las “masculinas” aficiones de su pequeña. Al contrario que su marido, Florence estaba escasamente cultivada, apenas tenía una formación básica y no veía mucho más allá de las convenciones sociales establecidas. Así que cuando contemplaba a Elizabeth disfrutando con actividades de niños se le antojaba que su pequeña podría terminar convirtiéndose en un “chicazo”. No había conseguido convertir a la niña en una muñequita. Aunque la verdad es que había muchas cosas en aquella casa que Florence no conseguía: tampoco podía impedir que la flexible ideología vital de su marido se tradujese en frecuentes relaciones extramatrimoniales con otras mujeres. Florence estaba resignada a convivir con la generosa (para sí mismo) liberalidad de su marido, quien imponía en la familia su personalidad, su manera de ver las cosas y su concepto del mundo. Y además los niños lo adoraban. Así pues, la pequeña Elizabeth —que se sentía mucho más identificada con su padre que con su madre— difícilmente podía aspirar a crecer para convertirse en una esposa modelo. A sus siete años era una niña poco convencional, pero también era muy alegre. Theodore, gran aficionado a la fotografía, documentó extensamente sus primeros años y las imágenes nos muestran que Elizabeth Lee Miller era feliz. Aunque su felicidad iba a durar poco: había negros nubarrones en el horizonte.

Elizabeth Lee, retratada por su padre.

La pequeña Elizabeth Lee, retratada por su padre.

Thedore, por motivos de trabajo, viajaba con frecuencia a Suecia. Allí establecía relaciones comerciales y personales con hombres de negocios locales, así que amigos suecos le devolvían la visita y aparecían ocasionalmente por la residencia de los Miller. Una de aquellas visitantes, Astrid Kajert, era la esposa de un empleado de la compañía que acababa de llegar desde Europa para establecerse en Brooklyn. Dado que Poughkeepsie estaba cerca de Nueva York, el matrimonio Kajert se alojó durante unos días en la casa de campo de los Miller y ambas parejas cultivaron una buena amistad. Astrid se encariñó rápidamente con la pizpireta niña de la familia: la sueca no tenía hijos, pero el aspecto nórdico de la pequeña Elizabeth le recordaba mucho al aspecto que podría haber tenido una hija propia. Pronto hizo buenas migas con la niña y el cariño fue mutuo: a Elizabeth le encantaba pasar tiempo con Astrid, hasta el punto en que sus padres dieron permiso para que estuviera unos días con su nueva amiga en el apartamento que los Kajert ocupaban en Nueva York. Una vez en la gran ciudad, la pequeña se lo pasó en grande con todos los excitantes descubrimientos que atesoraba la enorme metrópolis. Para una niña curiosa y aventurera como ella la ciudad de los rascacielos constituía un enorme parque de atracciones, un estímulo constante. Le gustó especialmente —como era de esperar— el tren subterráneo. El descubrimiento del “metro” dejó absolutamente fascinada a Elizabeth. No podía ser una niña más feliz.

Sin embargo, bastan unos siniestros minutos de indefensión para arrebatarle aquella felicidad y abrir unas dolorosas heridas que durarían toda una vida. Un mal día en el que Astrid tenía que salir a comprar y su marido también estaba ausente, la sueca dejó a Elizabeth en el apartamento, al cuidado de un amigo de la familia. Sin sospechar nada, completamente confiada, la mujer se fue de compras. Y entonces sucedió. El supuesto cuidador violó a Elizabeth en ausencia de la dueña de la casa. Solamente tenía ocho años y acababa de sufrir una terrible agresión sexual. Un suceso que iba a dejarla marcada para siempre, ya que desde entonces habría una sombra permanente en su interior. No sabemos mucho más sobre el incidente —ella apenas quiso mencionarlo durante el resto de su vida— pero sí nos consta que el asunto se descubrió enseguida y Elizabeth fue devuelta a toda prisa con su familia.

Los Miller apenas supieron cómo encajar el golpe. Se apresuraron a buscar el consejo de los médicos porque resultaba evidente que semejante trauma podía tener efectos demoledores en su pequeña hija. De hecho, para la desdichada Elizabeth los horrores no terminaron con el acto de la violación en sí, porque empezó a desarrollar extraños síntomas hasta que finalmente  supieron que —para colmo— su agresor le había contagiado la gonorrea. A partir de ese momento y durante varios años su madre tuvo que aplicarle curas periódicas en la intimidad del cuarto de baño. John, su hermano mayor, recordaba más adelante cómo durante aquellas curas podía escuchar llorar a Elizabeth desde el otro lado de la puerta. El dolor, la vergüenza y el miedo se convirtieron en las notas dominantes de su nueva y desdichada vida.

Aquella violación, de acuerdo con el testimonio posterior de sus hermanos, cambió a Elizabeth por completo. Se tornó taciturna y propensa a manifestar cambios de humor incontrolables. Ella misma no podía entender absolutamente nada de lo que estaba pasando, pero sabía que estaba sufriendo. Se sentía sucia; estaba físicamente contaminada y el tratamiento íntimo al que tenía que someterse era para ella una prueba palpable de esa contaminación. Su propia madre tenía que limpiarla continuamente, así que había algo en ella que no estaba bien. La pobre niña no comprendía que no era culpable de nada y que no había ninguna suciedad en ella. Sus padres tuvieron que ponerla en tratamiento psiquiátrico y los médicos les advirtieron de que el trauma podría prolongarse de por vida. Elizabeth podía llegar a rechazar su propio cuerpo a no ser que consiguieran enseñarle a sentirse nuevamente confortable en su piel. Los doctores insistían en que, dado que la niña había descubierto el contacto sexual de manera prematura y violenta, debía transmitírsele la idea de que el sexo y el amor eran cosas muy diferentes. Porque en el futuro podría terminar careciendo de una vida sexual y emocional normal, a no ser que desvinculase la relación física de la relación emocional. Solo mediante aquella disociación podía Elizabeth Miller aspirar a tener una vida sentimental normal.

Había que reconquistar su cuerpo, hacia el que ahora ella misma sentía un intenso repudio, y los Miller usaron técnicas que hoy día podrían parecernos —y nos parecen— muy chocantes. Utilizaron la fotografía como terapia: Elizabeth empezó a posar sin ropa para su padre. Tal y como el psiquiatra les había dicho, Theodore era ahora el único hombre en quien la pequeña podía confiar, ya que en su mente los demás varones adultos podían representar la amenaza de sufrir otra agresión sexual. Los Miller pensaron que si conseguían que se sintiera cómoda mostrándose completamente desnuda ante su padre —su principal referente masculino— sin sentirse amenazada, darían un gran paso adelante porque hasta entonces el único hombre que había roto la sagrada barrera de intimidad de su cuerpo había sido aquel violador. La aquiescencia de Florence, que estaba siempre presente en aquellas sesiones de fotos, ayudaba a quitarle hierro al asunto y a que la niña se sintiera más arropada. La fotografía, pues, tuvo un papel central en la vida de Elizabeth Lee Miller desde muy tierna edad. Existe una fotografía verdaderamente conmovedora: la pequeña Elizabeth posando en la nieve sin más ropaje que unas botas de piel, intentando protegerse del frío con los brazos. Es la viva imagen de la indefensión.

La violación que sufrió durante su infancia la dejó marcada de por vida.

La violación que sufrió durante su infancia la dejó marcada de por vida; la sombra de su interior nunca desapareció del todo.

Como decíamos, los terapeutas ya habían anticipado que el carácter de la niña iba a cambiar y que su tránsito hacia la adolescencia podría terminar siendo bastante tormentoso. Y acertaron. A causa de la rabia acumulada en su interior, Elizabeth comenzó a tener ataques de ira en los que destrozaba su habitación. Por momentos se volvía incontrolable y sus vaivenes emocionales desconcertaban a sus padres, no digamos ya a sus dos hermanos. Los Miller intentaron contrarrestar aquellos cambios de humor buscándole a Elizabeth amiguitas de su edad: constantemente invitaban a compañeras del colegio a casa para que su hija se sumergiera en un ambiente de preadolescencia normal. Desde luego había que evitarle la tentación de encerrarse en sí misma, de recurrir a la soledad como refugio. Y funcionó, porque Elizabeth empezó a socializar con éxito con las otras niñas. Es más, algún efecto debió de tener también sobre el aprecio a su propia feminidad, ya que finalmente sus gustos y actividades se volvieron más relacionados con los de una fémina de su época. Aunque nunca abandonó su gusto por las actividades campestres, por los animales y por los cachivaches varios de su padre, también empezó a preocuparse por asuntos típicos de las chicas de su edad y de su condición social. Acudía gustosamente a cursillos de cocina, de piano o de danza, actividad que le gustaba especialmente porque le permitía expresarse libremente con su cuerpo. Salvar su feminidad formaba parte del proceso de curación y daba la impresión de que Elizabeth empezaba a seguir una evolución normal. Eso sí, por mucho que mejorase de puertas hacia fuera, sus heridas no habían desaparecido ni iban a desaparecer por completo jamás. Pero al menos la estaban rescatando del odio a su condición de premujer.

Hubo otros acontecimientos positivos que la ayudarían a salir adelante: cuando tenía diez años, su madre la llevó al teatro para contemplar la gira de despedida de la legendaria actriz Sarah Bernhardt. Aquella experiencia transfiguró a Elizabeth, que desarrolló una efervescente pasión por las artes escénicas. Empezó a soñar con dedicarse a alguna tarea creativa relacionada con el teatro. Lo cierto es que la escuela no le interesaba demasiado; era una alumna distraída, incapaz de someterse a la disciplina de un aula. Prefería entretenerse en casa con los aparatos ópticos y fotográficos de Theodore o con los juegos de química de sus hermanos, realizando atrevidos experimentos que —por cierto— solían terminar en el más completo caos. Y en vez de hacer los deberes prefería escribir historias que imitaban aquellas obras de teatro que tanto le gustaban, como las de G. B. Shaw. Precisamente la literatura era una de las pocas asignaturas en las que obtenía buenas notas y la afición por la narrativa fue algo que le serviría muchos años más adelante, cuando se convirtiese en corresponsal de guerra. Durante sus años escolares quedó también patente su incipiente talento para las artes visuales. Pero más allá de estos intereses concretos le resultaba muy difícil adaptarse a los encorsetados límites de las escuelas católicas femeninas donde sus padres la llevaban. Sus problemas de escolarización persistían. Era una niña inteligente, pero no siempre resultaba fácil someterla al dictado de las necesidades académicas y únicamente aplicaba esfuerzo en aquellas materias que despertaban su interés o curiosidad, despreciando abiertamente el resto.

Aunque los años de adolescencia la hubiesen “feminizado” de manera más adecuada a los estándares del momento y aunque diese clases de piano y danza, seguía sin aspirar a convertirse en una princesita. Y eso que la lotería de los genes quiso que empezase a desarrollar una belleza excepcional: se transformó en una jovencita de proporciones clásicas cuyo rostro recordaba a las de estrellas de cine de la época. Los chicos de su edad, inevitablemente, comenzaron a adorarla. Continuamente la comparaban con starletts de la pantalla y discutían si la hija de los Miller era más guapa que tal o cual actriz de moda, completamente rendidos ante ella. Comparaciones en las que —hay que decir— Elizabeth salía ganando frecuentemente y no sin motivo. Pero como de costumbre, su deslumbrante envoltorio confundía a los más incautos. Poco podían sospechar sus admiradores la carga de oscuridad que la bella Elizabeth albergaba todavía dentro de sí; ella no se interesaba por los chicos de su generación, que no podían ofrecerle un refugio paternal. Se asfixiaba en el ambiente reducido de su ciudad. Quizá eran las ansias de escapar de su oscuridad interior las que la llevaron a anhelar una vida bohemia, alejada de la disciplina de las escuelas y a poder ser relacionada con los escenarios. Su creciente interés por el arte parecía estar convirtiéndose en el faro que guiaba su existencia: teatro, danza, escritura. Aunque, curiosamente, y pese a la afición de su padre por las cámaras, todavía no había considerado la idea de convertirse en fotógrafa.

Una visita al teatro la determinó a convertirse en artista.

Una visita al teatro la determinó a convertirse en artista, aunque tuvo que ejercer como modelo para descubrir su vocación: la fotografía.

Los Miller fueron de vacaciones a París cuando Elizabeth tenía 17 años. Aquel viaje era todo lo que necesitaba para comprender que quería experimentar emociones nuevas más allá del provincianismo burgués de Poughkeepsie, y la capital francesa la impactó como ni siquiera había podido impactarla Nueva York, ciudad con la que evidentemente ya estaba mucho más familiarizada a esas alturas. En París descubrió un universo completamente nuevo. A lo cual contribuyó mucho una curiosa casualidad: los Miller, sin saberlo, habían reservado habitación en un hotel que era utilizado por varias prostitutas elegantes de la ciudad. Durante varios días les pasó desapercibido aquel hecho, mientras Elizabeth —que, con su agudeza característica, sí se había percatado— se pasaba largos ratos asomada a la ventana, contemplando con curiosidad y divertido regocijo el trasiego de mujeres de mala reputación que entraban y salían del hotel acompañadas de sus clientes o de sus amantes. Aquel era el París bohemio y pecaminoso del imaginario popular, el París de las novelas y de las obras de teatro, el París que cualquier estadounidense hubiese concebido en sus fantasías oníricas. Se trataba sin duda un espectáculo fascinante para una chica de suburbio como ella, el escaparate a un universo muy alejado de aquel convencionalismo burgués al que sus profesores, su madre e incluso su padre llevaban años intentando someterla. Ni siquiera su liberal progenitor podía competir con la desahogada liberalidad de los parisinos. Elizabeth supo que su lugar estaba allí.
París era además el epicent
ro de la vanguardia artística a nivel mundial. Los Miller visitaron museos y exposiciones, y aquello dejó profundamente marcada a Elizabeth. El contacto con la vanguardia terminó de ayudarla a decidir su futuro: quería ser una artista, no un ejemplar de “mujercita bien” del arrabal neoyorquino. Durante su estancia parisina conoció una importante escuela de diseño teatral dirigida por el pintor y escenógrafo húngaro Ladislas Medgyes. Sabiendo la pasión que su hija sentía por el teatro, Theodore y Constance accedieron a matricularla por un año en aquella escuela: sería mejor que hiciera algo de provecho en París, aunque fuese algo tan inusual como estudiar escenografía, que tenerla perdiendo el tiempo en un colegio americano. Ella parecía ansiosa por empezar a alzar el vuelo por sí misma, algo que naturalmente encajaba como un guante con el mensaje do it yourself que Theodore Miller había inculcado a sus hijos. Elizabeth tenía iniciativa y no iba a ser él quien le cortase las alas. Así que estaba decidido: ella se quedaría en París mientras sus padres regresaban a Estados Unidos.

Elizabeth, por descontado, no cabía en sí de gozo. Aquello era todo lo que había soñado. Las emociones de la capital francesa servían para apaciguar sus demonios internos y además alimentaban su innato instinto para la aventura y la búsqueda de sensaciones nuevas. Pero al cabo de los meses su estancia en la escuela dio un giro inesperado. El director, el famoso Medgyes, era un consumado seductor y naturalmente no pudo evitar fijarse en su joven y bella alumna. No le resultó demasiado difícil deslumbrarla y al parecer ambos se embarcaron en un inapropiado idilio. Idilio que no iba a durar, quizá porque los rumores cruzaron el charco y llegaron hasta los padres de Elizabeth, quienes la retiraron inmediatamente de la escuela y la obligaron a volver a Estados Unidos. Una cosa es que su hija descubriese una sexualidad sana y normal, y otra muy distinta que se liase con un profesor mucho mayor que ella. Así que la aventura parisina había terminado… de momento.

Pero para entonces Elizabeth ya había disfrutado de los placeres de París, incluidos el romance y un sexo sin traumas. Si su madre aún albergaba alguna esperanza de transformarla en una señorita como Dios manda —aunque probablemente ya había desistido a aquellas alturas— podía ir olvidando el asunto. La vena artística y bohemia de Elizabeth había despertado definitivamente y tras su retorno a Nueva York seguía decidida a convertirse en artista, de la manera en que fuese posible, aunque todavía no sabía exactamente cómo. Desde luego necesitaba nuevas emociones, porque en cuanto su vida bajaba de intensidad volvía a caer presa de la vieja angustia. Según sus propios recuerdos, durante aquella época albergó incluso pensamientos de suicidio. Pero fue entonces cuando Vogue apareció en su vida, iniciando una meteórica trayectoria que la convirtió en una de las primeras top models de la historia pero que también terminaría llevándola a cubrir —desde primerísima línea— los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Ya todo el mundo sabía que Elizabeth era guapa, pero iban a descubrir que también poseía un tremendo talento artístico y literario, además de un valor literalmente a prueba de bombas. En la segunda parte contaremos cómo pasó de la portada de Vogue a dormir en la cama de Hitler tras haber contemplado con sus propios ojos, entre otros muchos espantos, el infierno de los campos de exterminio nazis. (Continúa)...





























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